Un hijo del Cielo, cuyo nombre no ha conservado la historia, había hecho venir a su palacio al pintor más reputado de su imperio. Era un hombre por quien no pasaban los años, que vivía en una ermita colgada en las laderas de una montaña salvaje. El emperador le encargó un fresco para sus nuevos apartamentos. Quería que en él se representaran dos dragones, uno azul y el otro amarillo, símbolos de las dos energía primordiales cuya unión engendra la armonía celeste.
El pintor prometió realizar su obra maestra, plasmar en ella la quintaesencia de su arte,pero puso sus condiciones: tiempo, víveres y suministros ilimitados. Luego el artista tomó de nuevo el camino de su ermita.
Durante los meses siguientes, las caravanas acarrearon hasta el refugio del pintor provisiones alimenticias, antorchas, pinceles, polvo de oro y de colores. Había transcurrido un año, y el artista todavía no había abandonado su retiro. El emperador sentía rabia cada vez que pasaba ante el muro desesperantemente vacío. Envió un mensaje al pintor, conminándolo a que terminara su trabajo lo antes posible. Pero el artista le hizo llegar una carta en la cual solicitaba, con todas las fórmulas de cortesía al uso, una ampliación del plazo y material complementario. Aún necesitaba algún tiempo, pues se acercaba a su objetivo, estaba a punto de trascender los límites de su arte. Intrigado, el emperador aceptó.
Pasaron otros seis meses y, no pudiendo soportar por más tiempo la pared blanca que parecía burlarse de él, el Hijo del Cielo ordenó que la cubrieran con una inmensa colgadura. Tres años habían transcurrido cuando el pintor, a quien el emperador casi había terminado por olvidar, reapareció en la corte. Se retiró la colgadura, y el artista pintó el fresco. Una vez concluido, el emperador acudió para contemplar esa obra maestra tan esperada. Entonces descubrió estupefacto dos especies de zigzag burdamente esbozados, el uno azul y el otro amarillo. ¡Recordaban vagamente dos caligrafías! ?Y ni siquiera eran los ideogramas del dragón! El rostro imperial se revistió sucesivamente con la máscara de la estupefacción el rictus de la indignación, para estallar en muecas de cólera. Y Su Majestad, furibundo, ordenó que encarcelaran al pintor que tan bien se había burlado de él y cuyo prolongado mantenimiento había terminado por costar caro.
El emperador había hecho instalar su cama frente al fresco porque su deseo había sido contemplar la obra maestra mientras se dormía. Era más bien un fracaso pero, agotado por tantas emociones, no tuvo el valor de ordenar que desplazaran su lecho y se acostó con él, ¡dándole decididamente la espalada al odioso garabato!
En lo más profundo de la noche, unos rugidos despertaron al dueño de China. Este giró hacia el fresco y, en la estancia totalmente iluminada por un claro de luna, creyó ver dos rayos, semejantes a dragones, el uno azul y el otro amarillo. Se enfrentaban, se entrelazaban se empujaban, intercambiaban sus lugares en una danza infinita.
A la mañana siguiente, el emperador hizo salir al pintor de su calabozo para que le explicara su visión nocturna. El viejo artista sonrió y contestó que la respuesta se encontraba en su ermita.
Tras cabalgar largo tiempo hasta la montaña salvaje y escalar un sendero que serpenteaba a lo largo de un precipicio vertiginoso, el pintor hizo entrar al emperador en su cabaña adosada da la pared rocosa. Al fondo de la choza se abría de par en par la boca de una caverna que penetraba en las entrañas de la montaña. El pintor encendió una antorcha y guió al Hijo del Cielo en la oscuridad. Sobre las paredes, muy cerda de la entrada, estaban pintados unos dragones azules y amarillos como los que el emperador tanto había esperado, con los detalles más realistas, las escamas resplandecientes, las garras aceradas, los ollares humeantes...Pero a medida que la antorcha se adentraba en la oscuridad, despertaba imágenes cada vez más depuradas para convertirse en simples líneas de fuerza. Al final no quedó más que la esencia vibrante de los dragones, las energías primordiales representadas con los mismos trazos de colores que los pintados en el fresco. Entonces el emperador tomó las manos del viejo pintor con gran cordialidad y le sonrió, maravillado de haber recorrido a su vez los pasos del artista , en el corazón de la montaña salvaje.
FAULIOT PASCAL. Cuentos de los sabios taoístas. Paidós. 2007. Traducción del francés José Pedro Tosaus.
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